domingo, 15 de agosto de 2010

Comedores escolares, torturas cotidianas o traumas alimenticios

Hoy voy a escribir acerca del comedor de mi colegio, o la sala en la que perecieron las esperanzas de numerosos nutricionistas.

No creo que me vaya a resultar fácil olvidar los potingues y brebajes que nos servían y a los que ponían el nombre de “comida” con todo el descaro del mundo, puesto que todos los desgraciados niños que no teníamos más remedio que quedarnos en el comedor, sabíamos que esa mierda era de todo menos algo comestible.

El arroz a la cubana estaba recubierto por tomate frito seco. Las patatas fritas estaban blandurrias y algunas tenían un color grisáceo en su parte central (verídico). La “fideuá”… Sólo diré que nosotros la llamábamos “fideuaaaaaaggg”.

Pero lo que no podré olvidar nunca es lo que ellos llamaban “puré de verduras” y que prefiero no saber de qué estaba compuesto.
La tarea de deglutir semejante, llamémosle mejunje, era titánica, y hacer pasar “aquello” por la boca, faringe, esófago, estómago… Era una tortura digna del medievo.

Si en aquel momento hubiésemos tenido el conocimiento suficiente, más de uno se hubiese llevado el embudo de casa para evitar el angustioso trance de tener que pasar el puré por las papilas gustativas.

Aún hoy, cuando evoco la imagen de las bandejas metálicas con uno de sus compartimentos rebosante de ese potingue, no puedo evitar un acceso de angustia.
Desgraciadamente, conservo un recuerdo demasiado vívido de “aquello”. Puedo ver el color verde marronáceo con tropezones verduzcos del puré, me acuerdo de su textura granulada y lo peor de todo, no puedo olvidar su olor. Y mejor no ahondo más, porque empiezo a notar el sabor ácido de la bilis trepando por mi garganta.

¿Y por qué relato todo este angustioso pasaje de mi infancia y de la de muchos otros niños que me acompañaron en mi odisea? Simplemente porque espero que las cosas hayan mejorado y que ahora no tengan la poca vergüenza de servir semejante mierda a los niños. Y si no, por favor, que alguien haga algo con esos desalmados que no dudan en servir tal porquería a los tiernos infantes. “Protejamos a la infancia” y todas esas cosas tan bonitas que se dicen en estos casos.

Por cierto, el inicio he dicho que en esa sala, en ese comedor, “perecieron las esperanzas de numerosos nutricionistas”. Y lo decía porque si lo que (supuestamente) se pretendía era fomentar/animar al consumo de alimentos sanos, léase frutas y verduras, entre los niños, se habrá fracasado estrepitosamente. Muchos incluso habrán sido condicionados aversivamente hacia algún alimento, tal y como le pasó a mi hermana con las naranjas (que no puede olerlas sin sentir un asco profundo). ¡¡Condicionamiento aversivo!! He dicho. ¡¡Traumas producidos en las mismas escuelas!! Más de uno debería empezar a inquietarse ante esta idea... Pero en fin, hay quien piensa que lo que no mata engorda...

Aún así, si hoy me encontrase con el dueño de la empresa de comidas (que sin duda empleaba los restos de comida de otras empresas como materia prima) le encadenaría a una mesa y le obligaría a tragarse toda la bazofia que él mismo producía, al grito de: ¡¡VENGANZA!! MUAAAAAJAJAJAJA.

Que no intenten engañarnos mediante cándidas imágenes,
que nosotros ya sabemos de qué va el rollo...