lunes, 25 de julio de 2011

Gatopardo

Tancredi y Angelica pasaban en aquel momento ante ellos, la diestra enguantada de él apoyada sobre la cintura de ella, los brazos tendidos y compenetrados, los ojos de cada uno fijos en los del otro. El negro frac de él, el rosa del traje de ella, entremezclados, formaban una extraña joya.
Ofrecían el espectáculo más patético de todos, el de dos jovencísimos enamorados que bailaban juntos, ciegos a los defectos recíprocos, sordos a las advertencia del destino, convencidos de que todo el camino de la vida será tan liso como el pavimento de aquel salón, actores ignaros a quienes un director de escena hace recitar el papel de Julieta y el de Romeo ocultando la cripta y el veneno, ya previstos en el original.
Ni uno ni otro eran buenos, cada uno había hecho sus cálculos y estaba lleno de miras secretas, pero entrambos resultaban encantadores y conmovedores, mientras sus no limpias pero ingenuas ambiciones eran borradas por las palabras de jubilosa ternura que él murmuraba al oído de ella, por el perfume de los cabellos de la joven, por el recíproco abrazo de aquellos cuerpos destinados a morir.


El Gatopardo.
G.T. de Lampedusa
Págs. 233-234