Algo que estaba dentro de mi armario me estaba llamando. Y yo no tenía ninguna intención de resistirme.
Me levanté de un salto, abrí el armario y allí estaba: la peluca rosa.
La saqué del armario y nos miramos intensamente.
“Aquí estamos, peluca, tú y yo.-le dije- Sin intermediarios, sin interrupciones, sin obstáculos, sin testigos…”
Me coloqué ante el espejo de mi habitación y miré mi reflejo. Y miré a la peluca. Y la peluca y yo supimos que lo que iba a pasar era inevitable.
Me la puse. La acomodé bien en mi cráneo y mientras ahuecaba mi nueva melena pensé “Me falta caracterización”.
Entonces, al segundo siguiente, volvía a estar ante el espejo, con mi pijama aún puesto y la peluca bien ahuecada.
Mi cara reflejaba la confusión que sentía al intentar encajar que el vívido momento que acababa de experimentar no había existido en el mundo real.
Lentamente, aún en estado de shock, me quité la peluca. De nuevo la miré y le musité: “… Me das miedo”.
Me dirigí hacia el armario y la coloqué de nuevo en su sitio, el más oscuro rincón del armario, de donde espero (por el bien de mi salud mental), no vuelva a salir.
¡Ah, cuán poderosa es la llamada peluquil!